GLORIA Y JOSÉ
Se hicieron viejos antes de tiempo, porque en la España de la oscuridad, todo pesaba demasiado. Él era un hombre parco en palabras, parco en afectos, parco porque en la vida que le había tocado vivir, la escasez era compañera de viaje. Ella, al contrario, era pura ostentación, todo derroche, porque la única salida a tanta precariedad era aspirar a lucir oropeles y pieles, brillantes y polvos encarnados. Perfumar la mala suerte con lilas y agua de rosas para que, aunque supiera amarga, oliera bien.
El destino se cebó con ambos, y al perro flaco se le alimentó con dolor. Ambos, al fin y al cabo, como tantos en aquel país hecho añicos, intentaban lidiar con los golpes de la vida a su manera; golpes frontales, dolores infinitos.
Él construyendo torres que llegaran a ese cielo al que nunca le convidaban; ella, mofándose de la vida envuelta en la ilusión de acicalarse los domingos para salir a ver a las vecinas.
Ambos, al fin y al cabo, presos de un mundo que tenían que construir sobre un suelo quebrado, lleno de estigmas y manchas de sudor y lágrimas, con sus propias manos, y con muy poca libertad. Un mundo tan pequeño, que cabía en un cepillo de cerdas con el que rascar la posibilidad.