PILAR

Calado en filtiré, por donde penetraba la luz de una vida cosida puntada a puntada. Allí sentada, Pilar sostenía un trozo de tela que en sus manos se hacía filigrana. Nunca salió de su pueblo, pero si destejiéramos su legado de hilo, si desandásemos sus pasos de perlé, podríamos darle varias vueltas al mundo. El mundo se haría madeja, esa que siempre colgaba de sus rodillas.

Ella viajaba sin moverse de su silla y sus mapas eran de algodón, de seda, de mouliné, de lana y lino. Un paisaje de lentejuelas y calados se desplegaba ante sus ojos, con estrellas de mil puntas en cielos de raso, topografías en realce o a canutillo, pequeñas colinas de terciopelo o valles de punto de cruz y cadenetas. Flores, muchas flores imposibles que brotaban de sus manos firmes, para engalanar el jardín de su imaginación. Porque para ella, la llanura era un Edén entretejido. Pilar sostenía un edificio de ajuares y cortinas con puntilla en un mundo donde la belleza había que fabricarla.

En un cajón de la memoria aún se conservan intactos sus tesoros. Perfectamente doblados, perfectamente almidonados, para mantener viva una ilusión de tardes infinitas, donde empuñando el dedal y la aguja, tijera en ristre, Pilar combatía a los gigantes de la monotonía en una batalla contra la imposibilidad.